Genocidio en Ruanda: "El hombre más valiente que conocí"
Esta es la historia del hombre más valiente que haya conocido nunca.
He cubierto muchas guerras y he visto muchos actos de coraje. Pero, por sus agallas y su determinación, nunca he conocido a nadie que se compare con el capitán Mbaye Diagne, un integrante de las fuerzas de paz de Naciones Unidas en Ruanda.
Estuve ahí en 1994, cuando se dio muerte a 800.000 personas en 100 días, y regresé para reconstruir la historia de este notable y carismático oficial de Senegal, país de África occidental.
Ruanda cayó en un estado de guerra y genocidio el 6 de abril de 1994, cuando el avión que transportaba al presidente ruandés, miembro de la mayoría hutu, fue derribado. Todas las personas a bordo murieron. En pocas horas, extremistas hutus tomaron el poder y una ola de asesinatos se desató contra la minoría tutsi y contra cualquiera que se atreviera a defenderla.
El ejército fue en busca de la primera ministra Agathe Uwilingiyimana aquella primera noche.
En medio de una lluvia de balas, sus cinco hijos, el menor de sólo tres años, se escabulleron a través de una defensa para esconderse en la casa de un vecino.
Presas del miedo, tomaron refugio en la casa de ladrillos de un solo piso, por cuya ventana se asomaban ocasionalmente. Ahí vieron a los soldados entrar por sus padres.
"Hubo más disparos", dice Marie-Christine, hija de la primera ministra, quien tenía 15 años entonces.
"Después escuchamos a los solados gritar de alegría. Y después de eso, no hubo más que un espeluznante silencio".
Agathe Uwilingiyimana era una hutu moderada, pero la mataron porque estaba dispuesta a compartir el poder con los tutsis. Si los asesinos hubieran encontrado a los niños, también los habrían matado.
Horas después, cuando soldados de la ONU llegaron para recoger a trabajadores de organismos humanitarios de un complejo ubicado detrás de la residencia de la primera ministra, descubrieron a Marie-Christine y a sus hermanos todavía ocultos en la casa.
Comenzó una discusión feroz sobre qué hacer con los niños. No estaba claro si los soldados de la ONU estaban autorizados a trasladarlos, dice Adama Daff, uno de los trabajadores. "Pero sobre la base de argumentos humanitarios, definitivamente no podíamos dejarlos ahí", agrega.
Era extremadamente peligroso moverse a cualquier parte. Los radicales hutus ya habían colocado varias barricadas, y los vehículos blindados que se suponía recogerían a los trabajadores humanitarios para ponerlos a salvo no habían aparecido.
Al final, dice Daff, se decidió que el capitán Mbaye, un observador militar no armado, los llevaría en su automóvil normal a la relativa seguridad del cercano Hotel des Mille Collines, resguardado por la ONU.
"Decidió cargar con los niños", dice el general Romeo Dalliare, el comandante canadiense de la fuerza de pequeña y mal equipada fuerza de la ONU. "Los escondió bajo una lona y simplemente salió manejando como loco".
"Una acción increíblemente valiente. No hay límites para describir cuán corajudo había sido".
Los niños fueron los primeros de muchos que Mbaye llevó al Hotel des Mille Collines, un edificio común y corriente de vidrio y concreto ubicado en lo alto de una montaña que daba hacia la capital, Kigali, pero también uno de los pocos santuarios para los tutsis en la ciudad.
El capitán Mbaye Diagne tenía unos 35 años, provenía de un pequeño poblado del norte de Senegal y era un hombre inmensamente encantador. Alto, de dientes separados y lentes oscuros de aviador, su humor hacía que la gente se relajara en medio de uno de los capítulos más sombríos de la historia moderna.
2. Sin refugio
Los primeros y sangrientos días del genocidio se sintieron como un pandemonio.
Había plomo caliente volando en todas direcciones y cuerpos regados, algunas veces apilados, a ambos lados de las calles.
Las temibles barricadas eran atendidas principalmente por la milicia hutu de Interahamwe. La palabra significa "aquellos que trabajan juntos". La labor consistía en matar a tutsis con machetes, cuchillos y palos. Una vez vi a un hombre atacar a otro golpeándolo en la cabeza con un destornillador.
Las estaciones de radio los instigaban, pidiendo la muerte de las "cucarachas tutsis".
El derribo del avión presidencial había reavivado una guerra civil entre el ejército y fuerzas rebeldes del Frente Patriótico Ruandés (RPF, por sus siglas en inglés), que había entrado en una breve pausa tras un acuerdo de paz tentativo. Liderado por el tutsi Paul Kagame, el RPF avanzaba sobre la capital, diciendo que iba a detener la masacre.
En medio de los dos bandos se encontraba la asediada fuerza de la ONU. A veces su vehículos eran atacados por los hutus, especialmente si la milicia creía que había tutsis adentro.
En las primeras 48 horas, muchos observadores desarmados como Mbaye -especialmente aquellos fuera de la capital- se esfumaron. "Nos tomó casi un mes encontrar a algunos que habían ido a diferentes países", dice Dallaire. "Algunos terminaron en Nairobi".
Virtualmente desamparados, decenas de miles de tutsis buscaron refugio en iglesias, pero incluso ahí no estaban seguros. Uno de ellos, Concilie Mukamwezi, fue con su esposo e hijos a la iglesia Sainte Famille, un complejo religioso grande en el centro de Kigali. Ella recuerda ese período con claridad.
"Acababa de comprar un poco de jabón para lavar de un puesto en la calle cuando un sacerdote en uniforme militar se me acercó", dice.
"Lo acompañaban cuatro milicianos y estaba armado con un rifle Kalashnikov, una pistola y granadas. El sacerdote me acusó de colaborar con los rebeldes".
"Me apuntó con su Kalashnikov de esta manera -continúa, recogiendo un palo del piso y empuñándolo como un rifle- y dijo que iba a disparar".
Aunque pueda parecer increíble, algunos clérigos hutus estaban colaborando con el genocidio. Algunos de ellos incluso participaron directamente.
Uno de los trabajos de Mbaye era ser los ojos y oídos de la misión de la ONU en Ruanda, y se dedicó á la tarea de chequear ocasionalmente cómo se encontraban los refugiados en Sainte Famille.
Conocía a Concilie de vista, porque antes del genocio había trabajado en la oficina de la compañía nacional de teléfonos, Rwandatel, donde pagaba su cuenta telefónica. Por casualidad, iba hacia la iglesia en el momento en que ella más lo necesitaba.
"El capitán Mbaye corrió y se interpuso entre el cura y yo", dice Concilie. "Gritó: '¿Por qué están matando a esta mujer? No deben hacerlo, porque si lo hacen se va a enterar el mundo entero'". El sacerdote retrocedió.
No hubo una masacre dentro de Sainte Famillia en parte debido a los esfuerzos de Mbaye y otros integrantes de la fuerza de paz de la ONU, aunque muchos fueron asesinados enfrente de ella.
En muchas iglesias donde la gente había buscado refugio, soldados y milicianos irrumpieron y masacraron a las personas en los bancos.
3. Huida
Otros ruandeses desesperados intentaron aprovechar las operaciones de rescate organizadas por la comunidad de expatriados.
Ancilla Mukangira, una ruandesa que trabajaba para una organización humanitaria alemana, se dirigió al Club Americano creyendo, erróneamente, que los estadounidenses le darían un puesto en uno de los automóviles que abandonaban el país.
"Fui a registrarme con el convoy", me dice, en las afueras del viejo club, hoy convertido en restaurante de comida china. "Pero dijeron que no se permitían ruandeses y me ordenaron salir".
Ancilla estaba de pie, llorando, en el pavimento, cuando Mbaye se le acercó.
"¿Qué haces aquí", le preguntó. "Si te ven, te matan".
Le contó que la habían echado. Estaba consternado y apenas podía creerlo, dice Ancilla. Entonces ofreció ayudarla él mismo.
"Mbaye estaba conmocionado por el comportamiento de los wazungu (blancos)", afirma Andre Guichaoua, un académico que se quedaba en el Hotel des Mille Collines y quien conoció a Mbaye durante los primeros días del genocidio.
Tropas francesas, belgas e italianas estaban volando a Kigali, pero sólo para salvar a sus propios connacionales.
Para un hombre que era soldado de la ONU esta evacuación de europeos por parte de europeos era un escándalo absoluto.
"Porque si hubieras puesto a los soldados franceses y belgas junto a las tropas de Naciones Unidas, hubiera sido perfectamente posible confrontar al ejército y la milicia, que estaban directamente involucrados en las masacres", dice Guichaoua.
"No había coordinación y esto horrorizaba profundamente a Mbaye".
De hecho, había muy poca coordinación dentro del sistema de Naciones Unidas. Mientras oficiales como Mbaye estaban protegiendo valientemente a aquellos que podían, los jefes de la ONU en Nueva York seguían discutiendo cómo, e incluso si debían, apoyarlos. De hecho, poco después de que comenzaron las hostilidades, redujeron el número de soldados de la ONU en el terreno, de 2.500 a menos de 300.
Mientras tanto, Estados Unidos estaba decidido a evitar tener que enviar tropas al terreno. Habían pasado apenas seis meses desde un humillante incidente de sus fuerzas en Somalia, en el que 18 de sus rangers murieron en un episodio que pasó conocerse como "Black Hawk Down".
Así que Mbaye llevó a Ancilla Mukangira al Hotel des Milles Collines, frente a cuya puerta estaban apostados milicianos que esperaban para matar a los tutsis adentro.
Le dijo que se quedara en su habitación y no le abriera la puerta a nadie. No volvió hasta tarde en la noche, con un colchón extra para ella.
"Me vio leyendo la Biblia", recuerda Ancilla. "Me dijo que debía rezar por mi país, pues cosas horribles estaban ocurriendo".
4. El día que me salvó la vida
Yo mismo llegué a conocer a Mbaye un poco. Normalmente los soldados tratan con recelo a los periodistas, pero en esto, como en otras cosas, él era diferente.
Un día fuimos juntos en su carro blanco de Naciones Unidas a recabar información sobre un orfelinato en un suburbio de la ciudad llamado Nyamirambo, donde se creía que varios cientos de niños vulnerables se escondían.
En el camino nos detuvimos en un punto de control de la milicia. Uno de los milicianos se acercó al auto y se asomó por la ventana con una granada de mango china en la mano. Parecía un viejo destapador de inodoros, pero en vez que tener un chupón de goma en el extremo de un palo, tenía una bomba.
El miliciano me hizo un ademán.
"¿Quién es este belga?", preguntó, amenazante.
Los milicianos consideraban a los belgas -país que ejerció poder colonial en Ruanda- sus enemigos. Recientemente habían matado a 10 soldados belgas que pertenecían a la fuerza de Naciones Unidas, calculando que esto haría que todo el contingente de soldados belgas en la ONU abandonara el país. Como en efecto ocurrió.
Estaba aterrado. Estaba a punto de morir. Pero Mbaye miró al hombre, sonrió e hizo una broma.
"Soy el único belga en este vehículo, ¿ves?", dijo, con un ligero pellizco en la piel -negra azabache, característica de los senegaleses- de su brazo. "¡Senegalés negro!".
La broma rompió la tensión del momento. Entonces Mbaye le ordenó que se apartara y el miliciano obedeció instintivamente. Así seguimos nuestro camino.
"Le encantaba bromear con la gente, le encantaba conversar", dice uno de su excompañeros de la misión de la ONU, Babacar Faye, ahora coronel del ejército senegalés.
"Usaba su sentido del humor para pasar las barricadas".
Mbaye era un musulmán devoto, pero llevaba alcohol en su 4x4 de la ONU para comprar la vida de la gente que hacía pasar a través de los mortíferos puestos de control.
"En el carro -dice Faye- frecuentemente tenía cajas de cerveza, botellas de whisky y muchos paquetes de cigarros. Y también tenía fajos de billetes".
Una vez vi una lista de nombres en un pedazo de papel que se le había caído del bolsillo. Era una lista de nombres de pila: "Pierre", "Marie", con sumas de dinero escritas al lado: US$10, US$30, y así sucesivamente.
Esos eran sus registros de las cantidades que había pagado, muchas veces en nombre alguien más, para lograr que personas superaran los controles.
A veces, incluso, entregaba sus raciones militares de alimentos. Y cuando sus colegas se enteraban, donaban las propias para sumar al valioso alijo oculto en el asiento trasero de su auto.
"Cuando lo detenían en las barricadas, los milicianos le decían 'jefe, tengo hambre', o 'jefe, tengo sed', de manera que les diera un cigarro. Si se trataba de uno de los jefes le daba una cerveza o una botella de whisky", dije Faye.
"Esto le permitía ir a todas partes sin enfurecer a los milicianos. Y así es como salvaba la vida a la gente que la milicia quería matar: de cinco a seis personas en su vehículo por vez".
5. Intento de fuga
El convoy organizado por Mbaye no logró su objetivo de llegar al aeropuerto:
pero al menos estaban vivos.
Con el tiempo, la guerra dividió a Kigali en dos zonas: una controlada por el gobierno y otra por el RPF.
El Hotel des Mille Collines se encontraba en la zona controlada por el gobierno, al lado de unas barracas donde algunos líderes milicianos estaban basados. Pero gracias a que estaba resguardado por personal armado de la ONU, muchos tutsis y hutus moderados hacían todo lo que podían por entrar. Muchos tenían que tener dinero o contactos.
Los hijos de la primera ministra fueron sacados de "contrabando" del hotel pocos días después de haber llegado, escondidos bajo maletas en la parte trasera de un vehículo de la ONU. Los niños fueron llevados al aeropuerto y enviados a un lugar seguro, todavía vestidos con los pijamas que tenían puestas cuando escaparon de casa.
Pero a medida que más y más gente llegaba al hotel las condiciones empeoraban. El suministro de agua fue suspendido, forzando a sus habitantes a tomar agua de la piscina. Primero la hervían, pero cuando la electricidad también fue cortada, se acabó esta posibilidad.
En una ocasión, Mbaye y otros oficiales de la ONU intentaron organizar un convoy de camiones desde el Mille Collines al aeropuerto. Una doctora, Odette Nyiramilimo, iba a bordo de uno de los camiones con su familia, mientras que Mbaye viajaba en el primer vehículo.
El convoy logró pasar de las puertas del hotel, pero unos cientos de metros más allá fue detenido por una multitud de milicianos.
La radio de propaganda del gobierno se había hecho con una lista de las personas en los camiones, y estaba leyéndola al aire, enardeciendo a los milicianos.
"Trataban de jalarnos del camión -recuerda Nyiramilimo-, mientras gritaban 'maten a las cucarachas'".
"Entonces el capitán Mbaye corrió hacia nosotros. Se paró entre el camión y los milicianos extendiendo los brazos", relata.
"Gritó: 'No pueden matar a estas personas, son mi responsabilidad; no permitiré que les hagan daño, tendrán que matarme primero"".
Eventualmente, Mbaye y otros oficiales senegaleses lograron disuadir a la milicia de no matar a quienes iban en el convoy. Pero la multitud era demasiado grande como para atravesarla, así que tuvieron de devolverse al hotel. No habían logrado llegar al aeropuerto y salir del país, pero estaban vivos.
De regreso en el Mille Collines, mientras la doctora administraba primeros auxilios a los pasajeros que habían sido arrastrados afuera de los vehículos y atacados, Mbaye se le acercó.
"Parecía conmocionado", dice Nyiramilimo. "Decía: 'casi te mataron, ¿sabes?, realmente querían hacerlo'. Y estaba alterado, casi llorando".
"Lo que realmente me impresionó fue que parecía más preocupado por nosotros que por él mismo. Era un héroe", recuerda la doctora.
Nyiramilimo y Ancilla Mukangira eventualmente abandonaron el hotel en otros convoys. La ONU organizó "intercambios" con tutsis atrapados en un lado de la frontera con hutus varados en el otro. De esta manera, miles fueron salvados.
6. Una última barricada
Nunca sabremos exactamente cuántas personas le deben la vida a Mbaye.
Su viejo amigo, el coronel Faye, lo cifra en "400 o 500 personas, como mínimo". Cree que todos los refugiados en el Hotel des Mille Collines habrían sido asesinados si no hubiera sido por el papel fundamental que Mbaye jugó en su defensa.
Una estimación oficial del departamento de Estado en Washington, que en 2011 le otorgó a Mbaye el certificado de "Homenaje a personas de gran coraje", dice que la cifra llegaría a unas 600.
Pero el académico Richard Siegler, quien vive en Ruanda y planea publicar un libro sobre Mbaye, cree que el número correcto podría ser 1.000 o más.
"El alcance de las acciones del capitán Mbaye todavía no ha sido reconocido, porque quienes lo vieron en acción sólo vieron una pequeña parte de lo que estaba haciendo", dice Siegler.
"Cuando lo unes todo, se vuelve claro que fue uno de los grandes actos morales de nuestros tiempos".
Sería erróneo sugerir que Mbaye fue el único que salvó vidas en Ruanda en 1994. Hubo incontables casos de valentía extrema llevados a cabo por los propios ruandeses.
Pero en todos estos años desde el genocidio, los investigadores han estudiado a fondo los detalles de lo ocurrido, y ninguno ha encontrado a alguien que haya estado involucrado en tantos rescates como el capitán Mbaye Diagne.
La suerte se le acabó la mañana del 31 de mayo de 1994.
Para entonces, el RPF se estaba imponiendo, pero las fuerzas del gobierno estaban ofreciendo resistencia en el centro de Kigali. Casi todos los días había grandes batallas en la ciudad, luchas tan intensas que el sonido de las armas inviduales se fundía para crear un ruido ensordecer, como el del trueno.
En uno de esos días se le pidió a Mbaye que le llevara un importante mensaje escrito del jefe del ejército, Augustin Bizimungu, al comandante de la ONU, Romeo Dallaire, quien se encontraba en la zona controlada por el RPF.
Mbaye tenía que abandonar el área controlada por el gobierno y pasar por un puesto del ejército.
Se detuvo en el puesto y una ronda de mortero explotó en la vía, a poca distancia de su vehículo.
Las esquirlas atravesaron la carrocería.
Mbaye fue alcanzado y murió instantáneamente.
"Fue un día muy, muy difícil", dice Dallaire, ahora senador del Parlamento canadiense. "Hubo tantas (muertes), pero la suya destacó porque perdimos una de esas luces brillantes, uno de esos modelos que influencian a los demás".
Mbaye había formado parte de un pequeño grupo dispuesto a arriesgar la vida propia para salvar la de otros, dice Dallaire.
"Tenía un sentido de humanidad que iba más allá de órdenes, mucho más allá de ningún mandato. Andaba al menos medio paso más rápido que todo el mundo".
Y estaba a punto de volver a casa.
"Sólo quedan 12 días antes de que mi papel en esta misión termine", le había dicho a su esposa, Yacine, al teléfono, tres días antes de morir. "Entonces volveré a Senegal. Así que debes rezar por nosotros".
En esa última llamada a casa en Dakar, habló mucho sobre la muerte. "Eso realmente me molesta", dice Yacine. "Nunca había hablado así antes. Creo que las cosas que vio lo afectaron profundamente".
Sus dos hjos -un varón, Cheikh, y una hembra, Coumba- sólo tenían dos y cuatro años respectivamente cuando su padre murió. Pasarían dos años antes de que Yacine reuniera valor para decirles la verdad. "Papá vendrá a casa cuando se termine su misión", les decía.
Le pregunté a Yacine cómo se había guardado la tragedia por dentro y no la había compartido con sus hijos.
"Sí, fue difícil, pero ellos no hubieran entendido", dice. "Fue lo correcto: protegerlos hasta que pudieran entender".
La hija de la primera ministra asesinada, Marie-Christine Umuhoza, está ahora casada y con dos hijos.
Ella y sus hermanos fueron enviados a Francia, pero ese país, que había dado albergue a la esposa y familia del presidente asesinado, rechazó a los niños de la primera ministra asesinada. En consecuencia, terminaron como refugiados en Suiza.
Marie-Christine vive en Lausanne, donde trabaja como enfermera psiquiátrica. Nunca había hablado antes públicamente de los eventos de 1994, pero me contó su escalofriante historia con gran compostura y dignidad.
Pareciera que hubiera logrado poner esa parte trágica de su vida a un lado y seguir adelante.
"Cuando accedí a hablar contigo, lo hice en parte para poder rendirle tributo a la memoria del capitán Mbaye", dice.
"Es -era- una buena persona. Le debo la vida. Si no hubiera estado allí, yo no estaría aquí ahora".
Me enteré de la muerte de Mbaye después de notar una inusual cantidad de intercambios en la red de walkie-talkies de la ONU. Escuché a soldados que hablaban de un serio incidente en una barricada del gobierno en la que un observador militar de la ONU había muerto.
"Oh, Dios, espero que no sea Mbaye", dijo un trabajador humanitario de la ONU. Pero estaba en estado de negación. Sabía que era Mbaye.
Corrí a la barricada con un oficial canadiense que también lo sabía, pero que no tenía el valor de decirlo.
Cuando encontramos el auto, el cuerpo había sido retirado. Había sangre en el asiento y en el piso.
Al día siguiente, su cadáver era subido a un avión para su repatriación en Senegal, pero no había ningún ataúd disponible. La misión de la ONU estaba tan corta de dinero, había sido tan abandonada por el resto del mundo, que Mbaye fue envuelto en un pedazo grande de plástico azul que la ONU usa normalmente para cobijar a refugiados.
Encima, se colocó una bandera de la ONU.
Justo antes de que el cuerpo fuera embarcado, uno de los otros observadores militares senegaleses, el capitán Samba Tall, se me acercó.
"Soy un soldado -me dijo el capitán Tall- pero usted es un periodista. Usted debe contar la historia del capitán Mbaye Diagne".
Entonces, el capitán Tall y yo rompimos en llanto.
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